El año pasado tuve una ardua investigación sobre la sociedad y la depresión, hice un podcast sobre el suicidio en las épocas decembrinas así que entre todas las cosas que leí me encontré con un ensayo elaborado por un sociólogo norteamericano sobre las personas que vivían en los ghettos.
Él observó que todos los que estaban ahí experimentaban este estado de salir al mundo y ser presionados constantemente, un odio que les afectaba en su día y descanso, en todo momento sentían algo que les decía que “no valían la pena” y ahora bien, recordemos que un ghetto es
un área separada para la vivienda de un determinado grupo étnico, cultural o religioso, voluntaria o involuntariamente, en mayor o menor reclusión. El uso se ha extendido hoy a cualquier área en la que la concentración de un determinado grupo social es excluyente.
Y no podías o mejor dicho, puedes expresar todo tu disgusto, no puedes liberarlo con un grito o algo que te permita sacar todo eso que traes cargando, porque ser miembro de un ghetto en América convierte tu vida en algo muy barato, en algo que se puede desechar fácilmente y la mínima acción puede detonar tu arresto o ejecución a manos de una fuerza policial socialmente avalada para hacer cosas de este tipo.
Así es como la gente se va cargando más y más de este odio, de este ghetto rage que tarde o temprano va a salir y en el mejor pero terrible de los casos solo afectaría al portador, sin embargo este estallido puede envolver a quienes le rodean.