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La Casa Azul, Kahlo y yo

Kahlo

“Jamás, en toda la vida olvidaré tu presencia. Me acogiste destrozada y me devolviste entera, íntegra”


La artista latinoamericana más reconocida a nivel mundial le dedicó esas letras a la casa que le vio nacer y morir a pesar de haberla dejado un par de veces cuando se mudó al extranjero, siempre volvió a ella, a un universo creativo contenido en la Casa Azul, donde el presente converge con el pasado. Asistir al hogar de alguien es una práctica social curiosa y es aún más particular cuando asistes a la casa de un difunto con quien solo has tenido contacto mediante testimonios históricos o su obra, te diriges al lugar que solía habitar este concepto tuyo sobre como era esa persona y a pesar de recorrer los mismos senderos, respirar la misma madera aún hay cosas que no encajan, porque no importa cuantas veces volvamos a esos lugares o lo mucho que sepamos sobre estos personajes nunca comprenderemos su vida totalmente.
La casa es un lugar cautivador por todos los objetos que se encuentran ahí adentro, susurrándonos sobre cómo funcionaba la vida en esa época, sobre su vida: Corsés, muletas, bastones, medicinas y espejos testimonios mudos que de alguna manera encuentran la forma de contarnos sobre su dolor, sufrimiento y los múltiples procedimientos quirúrgicos a los que fue sometida a lo largo de su vida, juguetes, exvotos, vestidos que retratan la obsesión de una Frida por atesorar objetos. Su cocina también nos habla sobre su vida, con un diseño típico de las antiguas cocinas mexicanas, cazuelas sobre el fogón, ollas de barro colgando de las paredes que nos permiten casi oler el sazón de los platillos preparados para sus comensales.
El comedor donde se sentaron a la mesa figuras como André Breton, Tina Modotti, Edward Weston, León Trotsky, Juan O ́Gorman, Carlos Pellicer, José Clemente Orozco, Isamu Noguchi, Nickolas Muray, Sergei Eisenstein, mi querido Dr. Atl, Carmen Mondragón, Arcady Boytler, Gisèle Freund, Rosa y Miguel Covarrubias, Aurora Reyes e Isabel Villaseñor, por mencionar algunos.
La casa es una auténtica síntesis del gusto de Frida y Diego, su amor por la cultura mexicana (en especial el que tenía “el sapo” por la cultura y arte prehispánico), adornada con retratos de Lenin, Stalin y Mao Tse Tung, un caballete que le fue obsequiado a Frida por Nelson Rockefeller, sus pinceles, libros y por último una colección de mariposas brindada por el escultor japonés antes mencionado Isamu; paredes con mensajes escritos sobre una superficie con letras que aún perduran a pesar de que el grafito se les resbale.
Tener acceso al manantial de vivencias que implica la casa azul debe ser un recorrido realizado con sumo respeto puesto que te deslizas por los mismos pasillos donde una raquítica y melancólica Kahlo caminaba.
Sin duda mi parte favorita de la casa fue fue su “habitación de día”, y todo por su cama, que aún tiene un espejo que su madre mandó colocar con la intención de que su hija se pudiera observar sin moverse tras el accidente de autobús que sufrió a su regreso de la Escuela Nacional Preparatoria, este instrumento le permitió a una convaleciente Frida retratarse por primera vez.
Kahlo no buscaba transmitir su dolor mediante la pintura sino, distraerse de ese constante e insoportable pesar, rodeada de vestidos y bastones logró encontrar entre los pigmentos la manera adecuada de concentrarse en algo más que le permitió “tener alas”, porque si bien físicamente no podía desplazarse, cuando sostenía un pincel podía ir lejos de ahí, así que simpatices o no con su obra es recomendable asistir a la Casa Azul, quizás ahí dentro encuentres las alas de las hablaba.

Kahlo boleto