A • Letras

Y saltó

Suicidio

Era casi la media noche cuando un cuerpo cortó a Eolo para terminar disolviéndose en el río, sin convertirse en espuma, sin buscar una purificación, era media noche cuando tocó el fondo y sus huesos dejaron de ser tan yertos y se fragmentaron en más pedazos que un mosaico.

 

Era casi la media noche cuando un cuerpo cortó a Eolo para terminar disolviéndose en el río, sin convertirse en espuma, sin buscar una purificación, era media noche cuando tocó el fondo y sus huesos dejaron de ser tan yertos y se fragmentaron en más pedazos que un mosaico.

Sus dedos sostuvieron crearon el espacio suficiente como para poder deslizar su cabeza a través de él y se desvaneció, el aire comenzó a escaparse y por mero instinto rechazó a la muerte, comenzaron las esperadas pulsaciones, la garganta se desgarraba y los ojos se abrían tan grandes como nunca,

La soga se rompió.
Lágrimas corrieron sobre sus mejillas para encontrar su finen el gélido piso debajo, bocanadas de aire caminaron sobre su rasgada garganta y los pensamientos volvieron uno a uno a su turbada mente. Después de tanto haberlo meditado el muchacho se levantó, recogió con suma delicadeza la soga que había pasado la noche junto a él, la miró como si fuera su noria de vida y con una frágil convicción terminó el nudo.
Cerró sus ojos para evitar que las lágrimas le continuaran rajando su rostro.
A través de su ventana observó una vez más la repudiada ciudad, con coches recorriendo sempiternamente sus venas, luces que se prendían y apagaban componiendo una sinfonía sin nota final, libre de esa montaña y los cuervos. Tan largo como duró su beso con la nicotina, los Dioses, los sabios, las ciudades y sus autos e incluso el mismo, firmaron una tregua, sin embargo la vida es más cruel y usa mejor el tiempo que la pluma de Joyce, justo cuando el papel terminó de arder, todo, los Dioses , los sabios, las ciudades y sus autos e incluso el mismo colapsaron sobre él.
Y entre el tumulto, ahí entre tan discordante jarana, encontró con unos ojos ajados y rojos uno de los pocos lugares que aún le calmaban, un lejano y aparentemente asilado café, justo detrás del río.
-Debe haber algo mejor que la muerte.
Se dijo de nuevo con una voz tan quebrada como nadie jamás había escuchado y efectivamente, de nuevo nadie la escuchó.

Sus deteriorados pies le sirvieron para incorporar sus fragmentos de alma a penas contenidos en una cuarteada bolsa de piel.
Recuperó un par de cigarros de una comprimida cajetilla y tomó el poco efectivo que aún le quedaba y guardándolo con delicadeza dentro de su bolsillo, salió.

Caminó y caminó, su aspecto tísico flotó sobre una nube nicotina que salía de su propia boca; más de una vez se perdió pero sentía que recorrido era tan puntual como debía ser, las voces cesaron y pudo encontrar en una vez los verdaderos colores de los edificios a la luz de la luna, sin saber como, había cruzado ya el puente y entrado a la cafetería.

-Debe haber algo mejor que la muerte.
Se dijo con una voz tan quebrada como nadie jamás había escuchado y efectivamente, nadie la escuchó.
Enciende un cigarro y por un momento le gana a la ciudad, vence al alquitrán y al vaivén sin sentido, concilia con el desdén y la indiferencia, por unos instantes dejó de asfixiarse con cada respiro y logró lo que Sísifo no, soltó la piedra colina abajo, durante un fugaz periquete se convirtió en un Prometeo sin castigo, observó una vez más la ciudad que le había llenado de alquitrán los pulmones y le había quebrado en más pedazos de los que podía recoger.