Drogas, hacia la derrota de la prohibición
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La especie humana ha usado la enorme variedad de drogas desde tiempos prehistóricos con diversos fines, desde rituales y celebraciones místicas, la búsqueda de conocimiento, la sanación o el simple placer. La sociedad contemporánea ha prohibido casi todos esos usos.
¿En qué momento irrumpe el narcotráfico en la vida pública del país? La amapola, la cocaína y la mariguana fueron prohibidas hace menos de cien años, a mediados de la década de 1920, y hasta hace poco el perfil de su producción, tráfico, distribución y consumo se mantuvo más bien bajo, esto es, “en las sombras”, articulado bajo códigos del secreto y por casi cuarenta años controlado por el aparato de seguridad del Estado, por la Policía Judicial Federal (PJF) y por la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Se trataba de una actividad más o menos invisible, desarrollada tras bambalinas, en esas regiones que fungían como trasfondo escénico del poder político y económico.
Durante buena parte del siglo XX la presencia visible de estas drogas fue esporádica, limitándose a la nota roja de los periódicos, que desde entonces reproduce las versiones y las visiones oficiales: cuando llegaban a mencionarse, a los traficantes se les llamaba “envenenadores” y las cantidades decomisadas apenas eran de unos cuantos kilos. Sin embargo, una revisión hemerográfica más detallada de estos casi cien años de prohibición permite dar cuenta por lo menos de tres hechos fundamentales: 1) la prohibición trajo consigo la colusión y la corrupción de funcionarios públicos que van de policías a gobernadores y jefes militares; desde los años ochenta del siglo XX hasta hoy, las acusaciones incluyen al primer círculo del poder; 2) la producción, el tráfico y la distribución lo mismo articula espacios rurales y urbanos que relaciona personas de las más variadas nacionalidades y posición socioeconómica, y 3) la supuesta invisibilidad en realidad era aparente pues la presencia de estas drogas es intermitente pero constante con el paso del tiempo.
Históricamente —esto es algo que registran diversas estadísticas— sobresale el uso de la mariguana, que durante décadas fue presentada como algo sórdido que contribuía a la “degeneración de la raza”, aunque hay periodos como los años veinte y treinta del siglo XX en que la prensa también destaca el consumo de opio en distintas zonas del país, como la región noroeste o el propio Distrito Federal, donde incluso hubo fumaderos en el barrio chino de Dolores, en la calle de Mesones o en la colonia Juárez, entre otras, y sembradíos de amapola en Xochimilco. La cocaína podía conseguirse en burdeles de lujo en colonias como la Nápoles o la Melchor Ocampo, y aparecía vinculada a personajes adinerados y políticos. Es más, en la revisión hecha por Luis Astorga, en los ya remotos años treinta del siglo pasado destacan los siguientes lugares para conseguir drogas ilegales: las colonias Juan Polainas, Morelos, Merced, Tepito, Doctores; las calles San Antonio Abad, 16 de Septiembre, Doctor Río de la Loza, Dolores (el Chinatown mexicano), Obreros, Panaderos, Mecánicos, Imprenta, Arteaga y Costa Rica; los cabarets El Volga de la colonia Morelos y El Mesón Azul de la plaza Bartolomé de las Casas. No podía faltar la Penitenciaría, conocida también como el Almacén Central de Drogas, e incluso el manicomio de La Castañeda. Llama la atención que algunas de estas colonias o lugares hasta hoy permanecen como puntos de referencia en el mapa de la compra–venta de drogas al mayoreo y al menudeo.
La cocaína podía conseguirse en burdeles de lujo en colonias como la Nápoles o la Melchor Ocampo, y aparecía vinculada a personajes adinerados y políticos. Es más, en la revisión hecha por Luis Astorga, en los ya remotos años treinta del siglo pasado destacan los siguientes lugares para conseguir drogas ilegales: las colonias Juan Polainas, Morelos, Merced, Tepito, Doctores.
Como puede notarse, la cuestión de las drogas de ninguna manera es nueva, aunque diversas voces insistan en que su consumo en nuestro país es muy reciente y que hasta hace poco éste sólo era lugar de tránsito para llegar al mercado estadounidense. De hecho, no pocas de estas declaraciones en realidad forman parte de ciertos “guiones” que contribuyen a organizar un discurso que pretende ocultar o borrar una historia cuyos orígenes se remontan a varios miles de años atrás: a tiempos arcaicos, por lo menos hasta los paleohomínidos, cuando se empleaban drogas en ritos purificatorios o de comunión en los que parte de un dios encarnaba en alguna planta o animal y su ingesta establecía nexos entre lo profano y lo sagrado, vinculando a los comulgantes entre sí y con sus divinidades. Desde entonces las más variadas plantas, cactos, arbustos, raíces, frutos, setas y otros tantos productos naturales, algunos de ellos fermentados, constituyeron los agentes mágicos en “banquetes sacramentales” de las más diversas culturas, empleándose también en curaciones, ceremonias de adivinación, hechicería o viajes extáticos. Por ende, el conocimiento de esas sustancias, así como su dosificación y administración, estuvieron reservados a sacerdotes, brujos y chamanes: transgredir la prohibición, o incluso la adulteración, como pasó con el vino en Mesopotamia, era castigado severamente, aunque las mismas comunidades establecían lugares y momentos para el uso ritual de sustancias y plantas consideradas sagradas; prevalecía un consumo restringido a determinadas ceremonias, rituales o grupos de edad, tal como pasaba con el pulque entre los aztecas, por ejemplo. Éste también es uno de los afluentes que ayudarán a configurar lo que más tarde se conocerá como fiesta, la cual, a lo largo del tiempo, ha sido uno de los momentos significativos para lo que algunos estudiosos han llamado “ebriedades profanas”: el consumo de diversas sustancias, incluidas las psicoactivas, como parte de celebraciones y ritos dionisiacos, un viaje que va de la fertilidad a los aquelarres.
Para otras culturas, el empleo de este tipo de elementos mágicos es monopolio exclusivo de los chamanes, sobre lo cual la bibliografía es abundante. El chamán se caracteriza por ser un personaje que aparece en los cinco continentes: es el poderoso mediador entre el mundo de lo sagrado y lo profano, entre los vivos y los muertos, un conocedor de lo sobrenatural que por medio de su capacidad y su experiencia extática emprende el trance o “vuelo mágico”, abandona su cuerpo, desciende a las profundidades, combate espíritus malignos y absorbe la impureza ajena para curar o purificar. Dada la fuerza simbólica que los rodea, tampoco faltan acercamientos desde otras disciplinas, como la historia de las religiones, que incluye estudios clásicos como el de Mircea Eliade sobre el chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, así como polémicas e interpretaciones contrapuestas. Una de las más importantes tiene que ver con los medios para alcanzar el éxtasis: según Eliade,
los narcóticos son únicamente un sustituto vulgar del trance “puro” [...] son innovaciones recientes y muestran en cierto modo una decadencia de la técnica chamánica. Se trata de imitar, mediante la embriaguez narcótica, un estado espiritual que ya no se es capaz de conseguir de otro modo. Decadencia o, hay que añadir, vulgarización de una técnica mixta; en la India antigua y moderna, en todo el Oriente, se encuentra siempre esta extraña mezcla de “caminos difíciles” y “caminos fáciles” para conseguir el éxtasis místico o cualquier otra experiencia decisiva.
Su afirmación es tajante pero dadas las dicotomías puro/impuro y difícil/fácil, si no maniquea cuando menos superficial, ni siquiera aborda la definición de narcóticos ni distingue los diferentes tipos de agentes utilizados para estos trances extáticos o “excursiones psíquicas”, como él mismo las nombra. Hay estudiosos de los “venenos sagrados” que sobre la India afirman lo contrario, esto es, que el misticismo provocado por agentes vegetales precedió al causado por prácticas ascéticas. O críticas precisas como la de Antonio Escohotado, quien en los tres tomos de su historia general de las drogas sostiene que
llamar plebeyo y decadente uso de narcóticos al empleo de sustancias que ningún farmacólogo llamaría tales, y para nada inductoras de sueño o sopor, no se explica desde fundamentos científicos. Se diría que esas “recetas elementales de éxtasis” mancillan la nobleza del auténtico misticismo como “camino difícil”, haciendo que el desapasionado interés de Eliade por todas las instituciones religiosas humanas —impasible ante sacrificios humanos, antropofagia, cruentos ritos de pasaje, etc.— se convierta de repente en preocupación moral ante “técnicas aberrantes”.
Por otro lado, la descalificación de Eliade a ciertas formas de alcanzar el éxtasis chamánico también es ilustrativa de las confusiones y las generalizaciones existentes en torno a la definición de drogas, sus tipos y sus variedades. Al igual que muchos otros términos, la palabra drogas es muy corta comparada con todo aquello a lo que se aplica o pretende englobar. Al colocar en el mismo saco las más diversas sustancias naturales y sintéticas cuyo consumo, efectos, grado de tolerancia, adicción, toxicidad, aceptación o estigmatización social son tan diferentes, se obtiene una generalización abusiva que diluye toda la complejidad y los matices existentes, que dificultan la comprensión del fenómeno pero son muy útiles en su distorsión. Eliade no escapó a esta simplificación y emplea el término narcótico para referirse al cáñamo, clasificado por la psicofarmacología entre los psicoactivos que producen “excursiones psíquicas” y no precisamente efectos narcotizantes; los otros dos grandes grupos son el de las drogas de paz interior (relacionadas con el “alivio del dolor, el sufrimiento y el desasosiego”) y las de energía.
Frank Gallagher, Shameless. Ilustración de Bezerkartwerk, Deviant Art.
En este sentido, al margen de si la postura de Eliade sobre los caminos fáciles para alcanzar el éxtasis es más moral que científica, que no es poca cosa y tampoco nada extraño con algunas posturas actuales en debates sobre drogas en los que se pretende barnizar de supuesta cientificidad lo que en realidad son posiciones y argumentos morales, es importante tomar en cuenta que las clasificadas como drogas tienen distintas propiedades farmacológicas y diferencias importantes entre sí que se traducen en distintas lógicas y ritualizaciones de su consumo. Los atributos visionarios de ciertas plantas, semillas, cactáceas y hongos silvestres, generados por alcaloides como la mescalina o la psilocibina, las hacen más idóneas que otras para inducir viajes místicos y por eso mismo se emplean desde tiempos inmemoriales en África, Asia, América, Europa y Australia; de hecho, para algunas culturas han sido el medio ritual que sirve como oráculo para consultar a los dioses, además de que han sido utilizadas en otras prácticas adivinatorias, mágicas o curativas.
Los indios de México, y muchos otros pueblos originarios de América, poseen un conocimiento ancestral de las también llamadas “plantas de poder” que hasta hoy perdura pese a la represión y la persecución iniciada con la colonización española, que calificó estas prácticas como brujería e idolatría: una resistencia cultural de cientos de años que también produjo sincretismos interesantes, como bautizar a los hongos alucinógenos con nombres como San Isidro, Carne de Dios, teonanacatl, ololiuhqui o Semillas de la Virgen, Cacto San Pedro, o llamarlos “niñitos santos”, como hacía María Sabina. El continente se caracteriza por su gran variedad de flora psicoactiva cuyo consumo se vinculaba a los cultos religiosos, lo que no necesariamente aconteció en otras latitudes donde se les daba un uso más profano, así que no escasean las figuras de piedra con forma de hongos, acompañadas por animales chamánicos o rostros humanos con expresión extática como las encontradas en Guatemala, México y El Salvador. Por ejemplo, una pipa de cerámica en forma de venado con un botón de peyote entre los dientes, fechada hacia el siglo iv a.C.; una escultura de Xochipilli con el cuerpo cubierto por la flor del tabaco; un zarcillo de ololiuhqui, un botón de siniquiche y hongos estilizados (que además se conservan en el Museo Nacional de Antropología e Historia y aparecían en el reverso de los billetes de cien pesos, sacados de circulación durante el sexenio de la “guerra contra el narcotráfico”, ignoro si por casualidad o por la ironía y lo ridículo de que en plena “guerra” circularan impresas en papel moneda las imágenes de una deidad prehispánica adornada con lo que actualmente se llaman drogas), así como algunas ilustraciones en códices. Tampoco deben olvidarse las cortezas o los sapos que lamen algunas tribus amazónicas y que ahora hasta aparecen en caricaturas como Los Simpson, el tabaco y el chocolate, así como el peso cultural que el arbusto de la coca tiene en la civilización andina y en el propio imperio inca, donde sus vestigios arqueológicos se remontan a unos 220 años antes de Cristo. Sobre su origen, Escohotado refiere dos leyendas básicas: “Para los indios yunga fue este arbusto lo que permitió vencer a un dios maligno, y para la tradición incaica fue Manco Cápac quien otorgó la bendición de Mama Coca a una humanidad abrumada, para hacerla capaz de soportar el hambre y las fatigas sobre su origen”. El arbusto crece entre los 400 y 1 800 metros sobre el nivel del mar en tierras de nutrientes pobres, pero sus hojas son ricas en vitaminas A, B y C, calcio, hierro y fósforo, por lo que en la actualidad campesinos e indígenas de Bolivia y Perú las mastican o las beben en infusiones. Ahora también hay caramelos, galletas, una empresa estatal —Empresa Nacional de la Coca (Enaco, en Perú)— y hasta un museo en La Paz, Bolivia, que reivindica su sentido cultural y su uso tradicional.
Aunque a la mentalidad racionalista producto de la modernidad le cueste reconocerlo o muchas veces se niegue a hacerlo, el consumo de esta gran variedad de plantas no ha desaparecido y en diversos lugares, brujos, curanderos y chamanes continúan empleándolas para diagnosticar y tratar enfermedades, como todavía sucede en algunas comunidades indígenas, rurales y urbanas de nuestro país. En otros continentes hay ejemplos de consumos arcaicos de daturas y plantas como el beleño, la belladona, la cola, el té, el café e incluso la célebre mandrágora, que cuando era arrancada gritaba de tal forma que podía enloquecer a quienes la escuchaban, según refiere Jorge Luis Borges en su Manual de zoología fantástica. Escohotado registra veintisiete plantas psicoactivas cuyas áreas de influencia cultural abarcan los cinco continentes; su origen se remonta varios miles de años atrás. En el uso que nuestra especie les ha dado hay un sentido cultural fundamental con base en el ámbito de lo sagrado que incluye las cosmovisiones indígenas, lo mágico, la herbolaria y otras formas de medicina tradicional y popular, de ahí también que un importante embate histórico contra éstas haya corrido a cargo de la Iglesia monoteísta, principalmente la cristiana en sus batallas contra el paganismo, y más tarde para castigar a los otros e imponer su doctrina en los vastos territorios recién encontrados por la Corona española. De hecho, asociar ciertas plantas con el mal y lo diabólico por medio de categorías como “hierbas maléficas” resultó ser un instrumento útil para desatar la represión y el control en el reino del terror de la Inquisición, lo mismo en América durante la colonización indígena que en las hogueras medievales de Alemania, Francia e Inglaterra, donde fueron quemadas mujeres acusadas de brujería. Por su parte, el Islam se concentró más en la prohibición del alcohol y en castigar con azotes la ebriedad pública que en la persecución del cáñamo, el café o el opio, el cual crecía en Mesopotamia y en el actual Irán desde por lo menos dos mil años antes de Cristo, y con la expansión persa su cultivo se diseminó hasta Gibraltar, Turquía, Malasia, China e Indochina.
Es importante tomar en cuenta que a lo largo del tiempo esta y muchas otras plantas psicoactivas y no psicoactivas han sido utilizadas como materia prima para elaborar medicamentos, fármacos e incluso las bebidas energéticas tan en boga, sólo que ahora este conocimiento de su uso ancestral, los saberes farmacológicos indígenas por ejemplo, es explotado y patentado por corporaciones farmacéuticas o refresqueras.
Uno de sus usos, sobre todo entre árabes y chinos, fue para elaborar anestésicos y medicamentos; ya no se trataba sólo de catarsis transferenciales como en el chamanismo, sino de los primeros tratados de botánica, química, farmacopea y medicina. Es importante tomar en cuenta que a lo largo del tiempo esta y muchas otras plantas psicoactivas y no psicoactivas han sido utilizadas como materia prima para elaborar medicamentos, fármacos e incluso las bebidas energéticas tan en boga, sólo que ahora este conocimiento de su uso ancestral, los saberes farmacológicos indígenas por ejemplo, es explotado y patentado por corporaciones farmacéuticas o refresqueras.
Fueron los griegos en Occidente quienes desarrollaron una amplia farmacopea que incluía vino y opio, descubierto este último por Hermes en su mitología, y su comprensión de la materia fue tal que además de separar lo sagrado de la medicina técnica, y de hecho fundarla como ciencia, establecieron términos que después se convirtieron en bases etimológicas de palabras como narcótico o fármaco. De acuerdo con Escohotado, phármakon significa “remedio” y “tóxico”; no una cosa u otra, sino las dos. La diferencia es la dosis. Una droga no es veneno en abstracto; a partir de cierta cantidad produce determinados efectos, y con una dosis mayor (que también varía de acuerdo con la constitución física y la tolerancia de cada sujeto o la toxicidad del compuesto) puede provocar la muerte. Estas drogas no son inocuas pero tampoco matan per se, los efectos buscados de su consumo son tanto orgánicos como mentales, pero existen también algunos secundarios o indeseados, y no hay uno sin otro. Unas drogas tienen márgenes de tolerancia altos, el cuerpo presenta menos riesgo de una intoxicación aguda, y otras poseen un bajo factor de tolerancia, como en el caso de los barbitúricos. El empleo continuo de algunas vuelve más resistentes a unos, pero con el paso del tiempo esto también puede hacer que se corra el riesgo de padecer una intoxicación aguda o hasta crónica. La dosis varía en cada persona y en los efectos de estas sustancias se combinan factores que van de lo orgánico a lo cultural.
En suma, la cuestión de las drogas en absoluto es nueva o simple. La apretada síntesis sobre los usos que se les ha dado en el pasado es para dejar claro que las plantas y las sustancias psicoactivas son tan antiguas como la humanidad, y su consumo ritualizado y culturalmente organizado a lo largo del tiempo en el ámbito de lo sagrado, lo festivo y lo médico terapéutico, como plantea Escohotado en su extensa revisión histórica. También sirve para plantear que esta variedad de sustancias, naturales o de diseño, muchas veces lo único que tienen en común es su clasificación como drogas. Lo que cada una ofrece para obtener energía, tranquilidad o estados alterados de conciencia tiene un costo–beneficio diferente, aunque al respecto prevalece una generalización simplificadora que dificulta el entendimiento de toda esta diversidad.
La metáfora del río de las drogas y su dique de prohibición
Con el paso del tiempo, y como se ha tratado de sintetizar, las posturas en torno al consumo de sustancias han ido variando y sólo hasta entrado el siglo XX se impuso una prohibición generalizada. Ahora bien, este transcurso histórico, sus derivaciones y sus transformaciones, también puede interpretarse por medio de la comparación, y en este sentido resulta esclarecedora la metáfora del río de Gilbert Durand, empleada para elaborar su noción de cuenca semántica. A decir suyo, en un devenir cultural, y “por lo tanto en el arsenal de imaginario que lo acompaña e incluso lo señala”, hay distintas fases cuya duración es variable y dinámica. A lo largo de este recorrido brotan los torrentes, que a veces nacen de circunstancias históricas precisas y otras son resurgencias lejanas de la misma cuenca, y se forman afluentes, arroyos, corrientes, confluencias; luego el río es denominado de cierto modo y su presencia se consolida, las orillas se aprovechan hasta que los deltas se agotan y entonces la corriente debilitada se subdivide y se deja captar por corrientes vecinas. La gran variedad de sustancias agrupadas bajo el término drogas, cuyos afluentes se remontan a milenarias plantas psicoactivas aparecidas en los cinco continentes, constituyeron los arroyos que nutrieron las tres corrientes principales de este río en distintas culturas y en diversos momentos históricos: ebriedades sacras y profanas y un empleo médico terapéutico. Después surgieron divisiones de aguas, es decir, la familiaridad o la legalización de algunas y la prohibición y la persecución de otras. Lo anterior ha variado entre ciertas culturas, aunque la corriente de este río se mantuvo estable durante varios siglos y el desarrollo de la botánica, la química y la medicina trajo confluencias que han ido incorporando nuevos afluentes, discursos y otras fases.
En 1903 la coca cola dejó de tener cocaína.
Con base en esta metáfora, además, es factible plantear que en distintos momentos históricos ha surgido una suerte de diques de prohibición y persecución; uno muy importante, como ya se dijo, aconteció al consolidarse las religiones monoteístas islámica y cristiana. Sin embargo, como indican los hechos, aquellas “sustancias maléficas” sobrevivieron a la persecución eclesial y el dique fue superado por esa corriente que siglos después, con el triunfo del racionalismo y el arribo del capitalismo, fue orientando usos y aplicaciones sobre todo hacia el campo médico (casi siempre descalificando los usos sagrados y médicos indígenas) y posteriormente se desplazó a lo geopolítico: la guerra del opio y otros intereses coloniales de finales del siglo XIX ayudan a configurar lo que será un segundo dique histórico de prohibición, ahora mundial, que se impondrá hasta entrado el siglo XX.
Como se puede inferir, son demasiados componentes los que intervienen y se van sumando a estos procesos en la medida en que el capitalismo y la modernidad se desarrollan. Por razones de espacio, pues una revisión histórica más minuciosa rebasa las limitaciones de este texto, se recomienda al interesado el exhaustivo estudio de Escohotado. Así las cosas, de esos procesos y su incidencia en el ámbito de lo cultural cabe hacer notar que 1) capitalismo y modernidad trajeron consigo una importante ruptura en el consumo de plantas y sustancias psicoactivas, que por algunos miles de años se emplearon sin las consecuencias muchas veces desastrosas del abuso contemporáneo; 2) en este proceso se ha privilegiado el enfoque policiaco (y desde hace unas décadas el militar), aunque su mayor efectividad radica en lograr imponer una mentalidad generalizada respecto del término drogas como una suerte de encarnación objetiva del mal, que justifica la actual persecución–prohibición, y 3) al menos desde la guerra del opio el asunto de las drogas pone en evidencia tanto los dobles discursos de los gobiernos que han encabezado esta nueva “cruzada”, como los fallos, las contradicciones y los efectos (al parecer inevitables) en el desarrollo del modelo capitalista y de la propia modernidad.
Desde la metáfora pudiera decirse que estos procesos que dieron lugar a un nuevo dique de prohibición que paulatinamente se volvió mundial, hicieron que el hasta entonces tranquilo río de las drogas entrara a una nueva fase histórica en la que sucede algo parecido a las redundancias de la cuenca semántica del propio Durand. Primero se fragmentaron las corrientes (separando lo legal de lo ilegal, por ejemplo), lo que dio lugar a una nueva división de aguas y creando algo parecido a “fenómenos de frontera con otras corrientes”, tal como pasó con la mencionada industria farmacéutica, que hasta antes de la prohibición comercializaba opio, morfina y cocaína y hoy día produce antidepresivos, barbitúricos, psicotrópicos y anfetaminas con los que muchas personas parecen automedicarse, o antigripales, a veces empleados como precursores químicos para elaborar drogas ilegales de diseño. Pero igualmente se introdujeron nuevos elementos que dieron lugar a otros torrentes, en este caso consecuencia de circunstancias históricas precisas, tal como aconteció con la llamada guerra del opio, pero también con la fuerza de otras dos poderosas corrientes que desde entonces corroen el dique prohibicionista.
la inútil guerra contra las drogas.
La primera, que ya se mencionó, corresponde al mundo de lo sagrado y a los antiguos usos médicos tradicionales que incluyen a curanderos, brujos y chamanes, quienes de distintas maneras y hasta hoy perduran en pueblos de todo el mundo, ya sea con modos tradicionales o, como consecuencia del contacto y los intercambios culturales, bajo formas sincréticas; de hecho, cabe insistir en que muchos de estos pueblos, como algunas comunidades indígenas de nuestro país que conocen los secretos de hongos visionarios, peyote, semillas y otras plantas, son expertos en resistir, a veces oponiéndose y a veces siguiendo la corriente, pero en el fondo y en silencio preservando su cultura y su cosmovisión. La segunda corriente que corroe este dique de prohibición contemporánea en realidad pertenece a otro tipo de río antiguo, o más bien una nueva división de aguas que durante el romanticismo europeo y otros movimientos artísticos generó otro fenómeno de frontera (o una suerte de desbordamiento de los ríos), el cual hasta hoy corre más o menos paralelo al de las drogas: la relación que escritores, poetas y muchos otros artistas han establecido con todo tipo de sustancias para experimentar “la modificación química del ánimo”, tema que, dada su complejidad, en sí mismo da para mucho, pues si bien es cierto que finalmente la obra de estos creadores trasciende su propio vínculo con esas sustancias, al confluir con la otra corriente subterránea conjuntada gracias a la misma prohibición, da lugar a la quinta fase de la metáfora del río: el aprovechamiento de las orillas, que según Durand es el momento de los “segundos” fundadores, los “teóricos” que traen consigo “una consolidación estilística, filosófica, racional”. En este caso, personajes del calibre de Baudelaire, Rimbaud, De Quincey y Jean Cocteau, entre otros, y consumidores como Goya, Goethe, Novalis, Byron, Keats, Walter Scott y Edgar Allan Poe, entre muchos más, sin faltar, ya en el siglo XX, la poesía y literatura de autores como Ginsberg, Kerouac o Burroughs, toda la cultura del blues, el jazz y el rock con su corte de personajes y canciones de referencias explícitas que hasta hoy, con cantantes como Amy Winehouse y su “Rehab” (“They tried to make me go to rehab but I said “No, no, no” / Yes, I’ve been black, but when I come back you’ll know, know, know / I ain’t got the time and if my daddy thinks I’m fine / He’s tried to me make me go to rehab, I won’t go, go, go”), provocan una “reinyección de los momentos anteriores”, eso que el propio Durand llama para su cuenca semántica la “neguentropía que resulta del poder acumulativo de la información”, pues “cuanto más lo utilizamos, menos se desgasta”, y como todo fenómeno de cultura “a la vez repitiéndose, ‘cultiva’ más, y a la vez enriquece la memoria del grupo y facilita su repetición”. De este modo, una “reproyección” histórica de este afluente cultural más la corriente subterránea de resistencia ya no sólo corroen el dique de la prohibición sino que desde entonces y con las posteriores crecidas que ha tenido el río (con la contracultura de los años sesenta del siglo XX y su relación con diversas industrias culturales como la cinematográfica y la discográfica, por ejemplo) han terminado por infligir a la prohibición una contundente derrota cultural. ®
Éste es el primer capítulo de La Maña. Un recorrido antropológico por la cultura de las drogas (2015). Se reproduce con permiso del autor y de la editorial Debate–Penguin Random House, a quienes agradecemos por su generosidad.
Gracias a Replicante, de ahí tomamos prestada/robada esta información.