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La Curandera

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Nana Hilaria me recibió sonriente; llevaba sus trenzas largas sobre el quechquemitl. Me tendió sus manos- a veces nubes, a veces robles-

-Pasa niña.

En su mesa estaban los huevos, la yerba de sangre, el sabino macho, las ramas secas, la vela de parafina untada de huitlacoche.

-Me duelen los sueños y las tormentas.

Nana Hilaria me miró compasiva.

-Se te olvida niña que también en el dolor hay belleza.

-El problema es que no olvido Nana; los recuerdos están atados a mi corazón con fibras de izote. ¿De qué sirve la belleza de un dolor que permanece? Un fallo eterno ¿de qué sirve Nana? ¿de qué sirve?   Cúreme Nana Hilaria, solo cúreme, quíteme las sombras, arranque las promesas grabadas en el agua y en la tierra, mándelas lejos entre las alas de la mariposa, cúbralas de plumas y aléjelas de mí.

La Curandera tomó con dulzura entre sus manos mi cabeza.

- ¿Estás segura niña? No solo perderás las vigilias y el ensueño, con tus recuerdos también se irán sus ojos y la forma en que te mira; sus sonrisas y su voz. ¿No será mejor juntar los pedazos de tu corazón que enterrarlos en el polvo? La olla rota se vuelve maceta y aunque ya no se usa para acarrear el agua, es capaz de albergar vida.

-Cierre mi herida Nana, que de ella ya no brotan luciérnagas, solo larvas.

Nana Hilaria asintió en silencio mientras caminaba hasta la mesa; tomó uno de los huevos y lo talló con fuerza entre mi cuerpo. Me dio una friega de alcohol de caña y un azote con sus hierbas.

-Cubre con tu tristeza el pabilo, sopla niña, sopla la melancolía.

Junto a mi aliento iban las palabras sin voz, las lágrimas no lloradas, los sueños no soñados. Soplé al pabilo con el dolor de mi pecho y lo vi arder junto a la débil llama que comenzó a arder lento, tan lento…

Nana Hilaria permaneció callada, entre sus manos contenía mis recuerdos. El humo del copal la envolvió delicadamente; la curandera miraba atenta aquello que fui, aquello que ya no era, aquello que nunca más sería. Al terminar tejió mis recuerdos como si fuesen hilos de algodón; fue tejiendo y tejiendo y tejiendo sobre ellos hasta formar un pequeño diente de león.  Frágil, hermoso, vulnerable al viento.

Caminó hasta su ventana y la abrió con firmeza. Giró su cabeza mirándome una vez más.

-Es tu última oportunidad niña; una vez arrojados al viento tus recuerdos no volverán.

-Bajé la mirada.

Nana Hilaria se puso de puntitas, con una de sus manos sacó el diente de león y fue entonces que sopló.

Mis recuerdos se esparcieron en el aire; el amor y el dolor, la esperanza y la desesperanza, los besos y la espera, el miedo y las risas. Los pasos del camino, el musgo de las piedras, la tibieza de unas manos.

Estaba mareada, perdí el rumbo, caí en un abismo.

Al despertar vi a Nana Hilaria quemando el resto de lo que fui; en el fuego crujían las hierbas, en la olla hervía el huevo, en mi corazón… en mi corazón se abría paso el vacío.

El vacío. Su mirada triste. El vacío.

- Paola Klug